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El conflicto en el país hace 30 años provocó más de dos millones de desplazados internos, 300.000 refugiados y casi 100.000 muertos
Obras en el futuro edificio de desplazados bosniacos en Mostar. / Iago Soler
Iago Soler Mostar (Bosnia), 20 Agosto, 2022 - 22:42h
Bosnia y Herzegovina se descubre recorriendo sus puentes, como el histórico Latino de su capital, Sarajevo, donde a escasos metros era asesinado el archiduque Francisco Fernando de Austria dando pie a la I Guerra Mundial. Otros, sin embargo, llevan a heridas más recientes.
Al sur del país un viaducto sobrepasa el río Neretva, cruzando de Capljina a Tasovcici. Dejando a un lado carteles en serbio tachados y pintadas en edificios carcomidos por la artillería a favor de los equipos de fútbol croatas del Hajduk Split o Dínamo de Zagreb, en Tasovcici hay otra herida del odio étnico que carcomió Bosnia en la década de los 90. Decenas de chabolas forman tres calles al pie de una ladera. Son desplazados internos del conflicto. Viven, después 30 años, en unas viviendas de fabricación propia. Comparten los baños y una dependencia a medicamentos para superar los recuerdos de la guerra. Aquí se unen las tres etnias que conforman el país: bosniocroatas católicos, bosniacos musulmanes y serbobosnios ortodoxos. Aunque estos últimos tienen secuelas psicológicas.
Los desplazados comentan que llegaron a esta región forzados por el avance de las milicias serbias en el centro del país. La guerra de 1992 en Bosnia trastocó el tablero social, provocando, según Naciones Unidas, más de dos millones de desplazados internos en un país de cuatro millones, alrededor de 300.000 refugiados y cerca de 100.000 muertos.
Alujz fue uno de los primeros bosniocroatas en venir en 1994. Él nació en Kakanj y sus 47 años, convive a 190 kilómetros de su ciudad natal. Vestido con una sudadera de Croacia, se apoya en un andador tras quedar tocado de un accidente. Un calendario de 2018 con el rostro de Ante Starcevic (promotor del nacionalismo croata) da la bienvenida a la chabola. "Yo estudiaba en Sarajevo. Empezaron las barricadas y me alisté en las fuerzas bosniocroatas", comenta. En una carpeta donde guarda los resguardos de las pensiones (la fuente de recursos de los desplazados en todo el país) saca un papel de la ONU que oficializa que en 1993 estuvo bajo protección de un batallón francés de la misión de Unprofor en Kakajn. Pero la misión falló, comenta, al igual que en Srebrenica (donde 8.000 musulmanes fueron masacrados ante la inacción de Naciones Unidas). "Los franceses nos protegían, pero cuando venían los musulmanes podían escoger a altos mandos bosniocroatas para torturarlos. Teníamos un general francés de origen croata que nos daba cigarrillos. Pero el resto era prácticamente igual que aquí: poco espacio, olvidados y pasando calamidades". Instantes después admite que sus hermanos le quitaron las armas que guardó de los combates para evitar que se suicidase.
El bosniocroata Pavo, en su chabola de Tasovcici. / Iago Soler
Los acuerdos de paz de Dayton indican que "todas las personas desplazadas tienen derecho de retornar libremente a sus hogares". Planes del Gobierno bosnio han puesto fecha para cerrar estos centros, aunque Azra Berbic, activista, califica la situación como una "vergüenza nacional". Desde la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (UNHCR en sus siglas inglés) en Sarajevo informan que el centro se encuentra en el programa del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa (CEB en inglés), para reasentarlos. A cinco kilómetros del asentamiento diversos países y organismos colaboran en la construcción de simples viviendas de tres plantas que se entregarán a finales de año, coincidiendo con las elecciones de octubre marcadas por la desestabilización política promovida por los políticos serbobosnios y bosniocroatas.
Aunque la desilusión ha calado en los desplazados. "Yo ya quiero morir aquí", indica Aljuz mientras se le apaga la voz. Al escuchar el murmullo, el anciano Bramko se aproxima para opinar que "las tres partes (Bosnia se encuentra gobernado por un triple gobierno étnico) se acusan entre sí, pero no hacen nada. Una vez que se vaya occidente duraremos una noche. Estuve en la primera línea y lo volvería a hacer", zanja. "No debemos dividirnos por pensamientos. Vivamos en paz", comenta de fondo Amela, desplazada bosniaca.
Pavo, ajeno a la discusión, juega con su gallo. De un cajón donde guarda el pasaporte de Croacia saca folios de la Cruz Roja que corroboran la brutalidad del conflicto étnico. "Los serbobosnios decapitaron a mi padre y quemaron mi casa. Acabé en el campo de concentración que tenían los musulmanes cerca Zenica, hasta que llegó la ONU. Vivíamos en condiciones inhumanas". Las fechas "11-06-1993 / 21-08-1993" tienen la culpa de la medicación que hoy en día ingiere. Emocionado, enseña las fotos con soldados médicos españoles. "Yo les decía que estaba bien, que tocaba instrumentos musicales y se sorprendían, hasta que un día llegué a la consulta de psiquiatría con mi shargia (un laúd típico de los Balcanes) y les dediqué una canción". A sus 62 años, hace gala de sus dotes musicales con el instrumento bajo el retrato del ex presidente de Yugoslavia Josip Broz, Tito. Al terminar, se confiesa. "Estoy mentalmente destrozado. Convivimos con la soledad".
A 20 minutos del puente viejo de Mostar, reconstruido tras el bombardeo croata, queda otra cicatriz de la guerra de Bosnia. Un campo impoluto de UNHCR muestra el drama migratorio que viven los refugiados afganos en la ruta balcánica. Unas adolescentes de la zona son preguntadas por la ubicación del centro de desplazados internos. Señalan al nuevo, de refugiados. No consiguen situarlo. Dudan y deciden llamar. "Mi primo me ha dicho que se encuentra a un minuto", comentan. La imagen de este es totalmente diferente al de los refugiados. Las mismas siglas, UNHCR, aguantan a duras penas en un descolorido y viejo cartel. "Centro de tránsito de Salakovac, Mostar".
A simple vista parece un almacén abandonado. Pero la ropa tendida y los niños que corretean a su alrededor dicen algo. Dos señoras se encuentran cerca de un escenario que se construyó para levantar el ánimo. Llegaron aquí en 1996, tras ser expulsados del este del país. "Somos desplazados en un segundo plano. No nos dan ni la mitad de lo que reciben ellos (refiriéndose a los refugiados). Es una injusticia que seamos desplazados dentro de nuestro propio país", comenta una de las señoras haciendo gala del mensaje que se encuentra en la colina Fortica, en la parte musulmana de Mostar, donde una bandera de Bosnia ondea mientras a sus pies se lee un mensaje: "Bosnia, te queremos". Un programa del CEB (colabora España) les proporcionará un bloque de viviendas. "Será un sueño", comentan los desplazados. El Programa Regional de Vivienda esperaba recaudar 500 millones de euros en donaciones para ofrecer viviendas, pero consiguieron 238 millones de euros, lo que mermó su ayuda.
La anciana serbobosnia Tahina en su barracón de Kakaraj. / Iago Soler
Instantes después los truenos resuenan en el valle, como los cañones de los 90. En ese momento aparece Sacin. Con naturalidad, comenta que estuvo diez semanas en un campo de concentración que tenían los serbios en la central térmica de Gacko, en la República Srpska, entidad de mayoría serbobosnia. Informes de la ONU fechados en 1993 relatan que "Slavoljub Avdalovic, del Partido Democrático Serbio en Herzegovina, estableció un campo de concentración en la central eléctrica de Gacko […] se llena con musulmanes y croatas de oriente". Sacin cuenta que tenía un amigo serbio que le dijo que tenía que ponerse el uniforme del Ejército yugoslavo. "Me llevó a la frontera en un camión y allí me dijo que cruzase el monte. Si todos los serbios fuesen unos asesinos estaríamos muertos, no todos son iguales", relata.
Un puente separa Serbia de Bosnia. Sus pilares se funden con el río Drina. Sus frías aguas fueron fuente de inspiración para el premio Nobel de Literatura bosnio Ivo Andric, autor de Un puente sobre el río Drina. "Estoy esperando a que me llegue el día para irme allí", comenta la serbobosnia Tihana mientras mira sonriente en dirección al cementerio cristiano ortodoxo. A sus 72 años lleva 25 viviendo pegada a la mayor planta de acero de Bosnia. El ruido y el olor industrial son constantes. La estampa, entre pintadas contra la OTAN (la Alianza bombardeó posiciones de paramilitares serbobosnios) y a menos de tres kilómetros de la frontera serbia, pertenece a Kakaraj.
En la década de los 90 la zona fue testigo de las inspiraciones genocidas de las tropas del expresidente serbobosnio Radovan Karadzic. Más de 400 hombres, la mayoría bosniacos, fueron masacrados en el área de Zvornik. Informes de Human Rights Watch subrayan que la zona sirvió para realizar torturas y asesinatos en masa.
Tihana convive con la ayuda de su hija y una paga mensual de 100 marcos bosnios, cerca de 50 euros. La vida en el centro no es sencilla. Poseen agua, pero no hay fosa séptica. Un simple cazo y un rollo de papel higiénico son su baño. Los restos los vierten en un descampado al que le prenden fuego de vez en cuando para limpiar los excrementos. Desde la secretaría de la República Srpska para los Desplazados, indican que a finales de verano se completará un edificio con viviendas. A Tihana no le ilusionan los proyectos. "Siempre alargan las fechas. Nos han dicho que si no pagamos los gastos nos expulsarán".
El bosniaco Sacin en su barracón de Naciones Unidas. / Iago Soler
Velemir es un hombre curtido en el trabajo. Sus grandes manos ásperas y duras lo corroboran. Pero el panadero jubilado no aguanta de pie en su cobertizo perteneciente al ejército yugoslavo en el cual vive desde hace 27 años. Sus tres operaciones en la rodilla izquierda le incomodan. Mientras tanto, brinda y se sirve un chupito de rajka, una bebida de altísima graduación alcohólica típica de los Balcanes. Él nació en Zavidovici, pero el conflicto lo desplazó 100 kilómetros. Al recordar la guerra, su afable rostro cambia. "No es necesario recordarlo", sentencia. Prefiere hablar de su antiguo trabajo, el cual le da una pensión de 210 marcos (100 euros al mes). "Todo esto (enseña un recibo de farmacia que asciende a 55 marcos) me lo gasto cada quince días en medicamentos. Nadie me ayuda, tengo que comer una vez al día para sostener el tratamiento", se lamenta.
Cae la noche y busca agua para cocer su cena. Coge un barreño y camina al exterior. A escasos metros se encuentra la bomba por la cual obtiene lo necesario para bañarse o cocinar. Pero en un par de meses irá al nuevo edificio proporcionado por la República Sprska. "El día que me lo anunciaron fue el más feliz de mi vida. Supe que no me pondría más un chubasquero para ir al baño".
Una vía del tren que sale de la fábrica conecta con otro campo campo. En un barracón cubierto por maleza, Radomir explica que escapó de Visoko, a 140 kilómetros. Tenía 25 años cuando empezaron los combates. Él pensó que la guerra duraría tres meses, pero se prolongó tres años. Sus amigos le dijeron que se fuese con ellos a Alemania. "Decidí quedarme, estaba equivocado. Mi casa durante la guerra fue un supermercado, ahora me encuentro en disputa con el que lo regentó". En esos momentos aparece Srpko. "Quiero vender mi terreno, eran 27 hectáreas de bosque. Hablo en pasado ya que el ejército bosnio lo dejó como un secarral".
La gente pasa alrededor de Radomir y Srpko. Algunos saludan brevemente. Y otros repudian estos centros. "La gente pasa y mira con rechazo", manifiesta Radomir mientras la sombra de sus nuevas viviendas los cubre. El edificio juntará a los habitantes de ambos campos. Enfrente tendrán las vías que tantos años les unieron. Detrás, el río Drina. La frontera natural entre dos países que hace tres décadas congelaron sus puentes en un invierno que duró varios años.
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